Hay que poner bonito el campo. El mío. Donde vivo. El campo separado con vallas y hiedra. Que no entren. Que no me vean. ¿Intimidad o propiedad? ¿propiedad de qué? O sea, que un trocito de planeta, por muy pequeño que sea, es mio, ¿no? ¿de qué va esto? ¿de qué voy yo? Y un pedazo de cielo, ¿me lo puede usted escriturar a mi nombre si le traigo la documentación correspondiente? Pongamos la Osa, con la Polar incluida. Seguro que esos hombres tan serios, tan estudiados, con esas firmas con cruces, con esos papeles en bajorrelieve y numerados, me podrían hacer dueño ante la humanidad. La justicia y los ejércitos me defenderán. Hala, a jorobarse todos los de hemisferios de ¿arriba?. A perderse por las noches. El semáforo del Norte es mío. Lo tengo escriturado. Igual que la parcela.
Y para guapear la parcela, al vivero. Disecciones de la naturaleza. Selecciones genéticas. Amputaciones de campo crecidas con piensos y mimos comerciales. No hay cardos, ni lechocinos, ni pinchos, ni, tan siquiera, bichos feos. El suelo tapizado de plástico negro que impida el nacimiento de cualquier fealdad. Los hangares, las bandejas, las macetas entalladas, todo, dios, todo es marcialmente perfecto. El campo campo, de lejos. Se ve, se huele, pero no se toca. Con la piel, no es generoso.
La selección déspota.
He comprado.
Soy falso de toda verdad.
... sin verdad no se vive. Creo.
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