Antes, ni idea. Y en el momento, tampoco. Luego, si. Los trozos chiquitines empezaron a llenar el espacio inexistente. Y, hartos de tanto correr y tanta soledad, comenzaron a juntarse. Y para no chocar y como había mucho espacio inexistente, se organizaron en bailes redondos formando corales. Una se pidió calentar e iluminar la pista y las demás bailaban alrededor. Y jugando jugando los trocitos que se habían juntado, hicieron serpentinas y abalorios de todas las formas que se les ocurrían. Y un abalorio con patas, chulo él, se puso a pasear por encima de las demás serpentinas. Y se juntaron muchos abalorios chulos para charlar, organizarse y fabricar más bisutería. Y algunos que se fijaban mucho, empezaron a saber cosas del todas las corales. Y se lo callaban. Y decían que se lo contaba el jefe de la orquesta. Y empezaron a cansarse de andar. Y se quedaron quietos. En unos sitios unos y en otros, otros. Y se inventaron muchos directores. Y más tarde, al director de directores. Y sólo se fijaban en él. Y se cansaron. Y revolucionaron y se renacieron. Y se empezaron a preocupar de ellos mismos. Y aprendieron mucho. Y luego, como ya no había directores y como se cansaron de ellos, se inventaron papeletas de colores y sólo se fijaban en ellas. Pasaron del pasto de hierbas al pastizal de papelillos. Y enloquecieron. Ya no había directores, ni luces, ni calor, ni hierba, ni amor. Sólo papelitos. Ni pastos. Sólo pastizal.
Yo cojo a mi Caloyo y me largo a pastar en una isla sin papel. A buscar directores, a escuchar las músicas de las corales, a mirar a la de la luz y el calor y a mandar botellas con mensajes avisando que ha nacido la isla de las personas. Y nos amaremos por siempre.
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