martes, 31 de diciembre de 2013
Clorofila
La bella soledad. O casi. Sin nadie al rededor. O, cuando menos, a una cierta distancia. Ni me deslumbran ni me atosigan. No quiero que me amen ni que me odien. No quiero su calor y no me importa lo que hagan con mi luz. Floto en paz o sin ella. Relajada o tensa. Ansiosa o plácida. Y, como Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como. Sé pasar de un lado a otro del puente sin asirme a mano alguna. Bajen las aguas turbulentas o discurra el agua seca.
Si quiere pasar conmigo, si deseo pasar con ella, ni quiero que haga fijar mi mirada en los torbellinos ni le hablaré de la falta de aristas de los cantos rodados.
Respeta y respeto.
Ya rodaremos abrazados y sin ropa cuando se vaya el sol y ella no asome en la manta de la oscuridad.
Ya sale el fanfarrón amarillo. A joder a las gentes desatadas. Todo se une en la tela de araña maldita que nadie puede romper. La nube provoca a la tierra que la suplica una meada. Las hojas pegadas a los troncos se bambolean provocadoras pidiendo al chulo rayos para fabricar su verde. Todo se entreteje. Y yo, en medio. Y tú, en mitad. Sólo la solitaria, la que escapó de la grave gravedad, se pira por la puerta de atrás para no escuchar que los cantos rodados no tienen aristas.
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